José Luis Díaz
Profesor de Filosofía
Apoyo gráfico: Angel
Domínguez Pablos.
Profesor de plástica
IES Doña Jimena. Gijón
El asociar la palabra gula a la desmesura en los apetitos culinarios fue una tónica que estuvo presente a través de la historia durante muchos siglos y lo seguía estando en el siglo del reinado de Carlos I y sucesores, como nos lo pone de manifiesto las manifestaciones del arte, cuadros, miniaturas, capiteles o frescos.
La Biblia engloba a la gula dentro de los pecados capitales, "cabeza de otros muchos pecados", porque supone una desorganización, un desorden, lo que es lo mismo un vicio en el comer y beber y, como tal doctrina, la retomará la Iglesia católica.
Los teólogos intentarán redefinir su contenido y, así Tomás de Aquino amplía a cinco las formas por las que uno se puede dejar arrastrar por el vicio de la gula: por la ansiedad de estar comiendo constantemente; por la cantidad , el comer con los ojos del lenguaje vulgar; por la exquisitez o sibaritismo en los gustos; por la glotonería y, por último, por la avidez o voracidad. Hoy los teólogos dan a la gula un sentido más acorde con la realidad del sentido del gusto.
Si prescindimos de la connotación religiosa, no tiene ningún sentido hablar de pecado o vicio en nuestras formas de comer, sino simplemente de las consecuencias que puede acarrear para la salud, tanto los desórdenes de las comidas como en las bebidas, que es como podemos denominar a ese apetito "que lleva al hombre hacia algo que puede serle dañoso o perjudicial", y no a pocos a las sepulturas.
Si tenemos estas consideraciones presentes resulta difícil tildar a Carlos I de abuso de gula o de bulímico; es verdad, como nos cuenta Alarcón, que "pasó por ser uno de los más grandes comilones habidos" y, que el hambre que le acosaba constantemente a comer le causaba indigestiones y desarreglos intestinales; Tan grande era su apetito que uno de sus mayordomos escribió, aludiendo a la afición que sentía por los aparatos que le construían, " no sé como complacer a vuestra majestad, como no sea haciendo un plato de relojes".
Que la mesa palaciega de Carlos I estuviese repleta de los platos más variados, que sus gustos declinasen por determinados manjares, hasta el afirmar de algunos que "murió de una indigestión de melón"; que le agradasen los platos condimentados con las más variadas especias, no nos permite tildarle de ningún vicio culinario, sino simplemente constatar que era muy agradecido con los buenos guisos y que apreciaba sobremanera la buena mesa.